The greatest

Mientras la moqueta de la platea dreta de la sala petita del teatro absorbía la lágrima que se había desprendido del el rabillo de mi ojo, yo ya estaba en otra parte, disfrutando de un placer inusitado, descubriendo que lo mejor de volver de fiesta no es quitarse los zapatos, ni preparar un plato de pasta, ni regresar acompañada: lo mejor es volver porque estás demasiado tranquila. Es increíble el efecto armonizador que puede causar una conjunción de antibiótico, ibuprofeno, sedante y antihistamínico y un ipod que va conociéndome y comienza a acertar con el shufflé. De verdad, todo el mundo debería, al menos una vez en la vida, conocer la sensación que supone ascender (pero ascender en el sentido más amplio de la palabra) por las Ramblas en tal estado de serenidad. Por increíble que parezca, una llega a empatizar con los muslos de las guiris, el omnipresente set de seis latas rojas de cervezabier, la pareja que había follando en mi portal, y la iluminación de los coches patrulla (y el suelo se convierte en poesía).
Y qué paradoja, es en este estado de abstracción cuando mayor sensación de solidez y contacto con la base me recorre, con esa sonrisa de media luna que en realidad es una luna plena, subiendo y subiendo, paso (lento) a paso (lento). Ese saberse feliz o, como mínimo, completa. No me extrañaría nada que tenga algo que ver que uno de los medicamentos que tomo se llame atarax, como tampoco me sorprende que el camino que lleva a la puerta de mi casa tenga las baldosas pintadas de amarillo.
Bendita química.

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